domingo, 19 de febrero de 2012

Desmantelando

En algún lugar leí alguna vez que las mudanzas eran una de las situaciones más traumáticas y estresantes por las que puede pasar una persona en su vida. Ahí arriba, rivalizando con familiares estirando la pata y rupturas de pareja. Y ahora me toca mudarme de nuevo.

He de decir que, al menos esta vez, lo estoy haciendo con tiempo. Para variar tengo de nuevo como limitante un viaje antes del que debo tener todo ya movido, aunque en este caso se trate de una cómoda baulera en la que por supuesto no voy a vivir. Y por ahora voy bien, dado que ya han sufrido el paso del tsunami dos de los muebles con mayor densidad de porquerías por centímetro cúbico de todo lo que me rodea.

En la mudanza anterior a la anterior (o la anterior a ésa, quizás) dejé ocho cajas de libros como inquilinos permanentes en la habitación de mi hermana, que por suerte es grande - la habitación, no ella... bueno, ella también, pero no es el punto. Ocho cajas. S
i bien no me tomé el trabajo de contarlos, evidentemente son unos cuantos libros. Había tardado, pongamos, veinte años de mi vida en juntar esa cantidad. Bueno, agárrense porque lo que viene sí que es bueno. En los últimos tres años junté los libros suficientes como para llenar cuatro cajas, que encima son más grandes que las que dejé en Adrogué City. Si contamos que de las ocho cajas iniciales traje una al lugar del que me estoy yendo, y que además en esas cuatro cajas que acabo de embalar no están los libros que tengo en proceso, que son ocho - gracias padre por, además de transmitirme este vicio, pegarme también
las costumbres más insalubres que podría tener asociadas - quedarán, netas, tres cajas y media. O sea, más de una caja por año. La proyección me da miedo, mucho miedo.

Antes de que me ataquen diciendo que por qué no me compro un e-book, les digo que mi religión me lo prohíbe. Necesito el tacto de los libros, oler el papel, tenerlos acumulando polvo en los estantes, llevarlos de paseo por ahí a buscar a su autor para que me los dedique, putear cuando se acercan demasiado al agua, saber que si los presto probablemente no los vaya a ver de nuevo, marcar alguna frase de ésas que marcan con un lápiz - porque todavía me acuerdo de cuando fuimos de visita a la Biblioteca Nacional y la chica que nos paseaba por ahí nos contó que los dos principales enemigos de los libros eran la cinta scotch y las biromes. ¿Y por qué no voy a una biblioteca pública? Ver último punto de la lista anterior. Si me hago socia de una biblioteca cuyos libros están todos subrayados por otros engendros como yo me muero muerta.

El otro mueble lleno de porquerías era la cómoda del living. Una cómoda de 1,23m de altura, 0,80m de ancho y 0,48m de fondo (¡gracias Ikea!) puede guardar una cantidad de mierda nunca antes vista salvo en la tele. Los primeros cajones fueron fáciles, papeles a tirar (muchos por suerte) por acá, papeles importantes por allá, papeles de dudosa utilidad pero que se guardan por las dudas un poco más allá... Y muchos objetos extraños. Pilas, montón de pilas. Voy a tener que llevar un cargamento al laburo, donde está el único punto que recuerdo en el que se pueden dejar pilas usadas. Una cantidad inenarrable de pen drives (¿por qué? ¿los regalarían?). Libretas, usadas y nuevas, post-it varios, tarjetas de visita, tarjetas de crédito viejas, resaltadores - en la puta vida creo haber usado un resaltador en casa -, una navaja (¿?), un rompecabezas de 1000 piezas, mapas de muchos lados, mi título de la facultad - tengo que asegurarme de que eso no vaya al montón de cosas para tirar -, una vaca de peluche rellena de Chupa-Chups...

Para cuando llegué al último cajón ya lo había visto todo, o casi. Llené una caja - más grande que las de los libros, además - con todos los cables que pululaban sólo en ese cajón. Y las cajas varias de electrónicos que los acompañaban. ¿Por qué motivo las cajas de los electrónicos grandes se tiran, y las de los más pequeños se guardan? ¿Para esperar la felicidad? Por mí, que esperen todos juntos, pero adentro de la caja, sin molestar.

La mejor parte fue la de desarmar los muebles en cuestión (gracias Ikea de nuevo). Y pelearme durante horas con esos pitutos suecos que se ponen en esos huequitos circulares tapando esos tornillos no menos raros y que después van girados para sujetar el tornillo. Si alguna vez armaron un mueble de Ikea sabrán de qué les hablo. Si jamás lo hicieron esto les debe estar sonando no a chino básico, sino muy avanzado. Bueno, todos estos años de ingeniería me enseñaron que desarmar algo era reducirlo a sus componentes básicos, lo que para mí implicaba sacar esos pitutos de su lugar y dejar todo dispuesto como en el manual de instrucciones. Toda la tarde estuve luchando contra los dichosos pitutos, hasta que, en un rapto de genialidad propio de esas epifanías de House me di cuenta de que simplemente con girarlos para que liberaran el tornillo raro y separando los paneles que ese tornillo unía me ahorraba el disgusto de pelear contra ellos. Seis años de ingeniería y una tarde puteando en sueco para darme cuenta de que me sigo rascando la oreja izquierda con la mano derecha.

Ay de mí cuando me toque el placard... al menos sé que no tiene esos pitutitos del demonio.

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